Sonaba despacio,
a canción de artista inglés;
le acompañaba una mujer con los labios rojos
y el pelo alborotado.
Ya no tenía tatuajes
(se los borré soplando).
Nunca me divorcié tan rápido de la nostalgia,
ni hui tan magistralmente,
nunca …
¡jamás!
Nunca pensé en perdonarme la locura…
y me fui al mar.
Hay distancias tan fervientes que se hacen religión.
Recogí los tatuajes en un cuenco
y me pinté la cara con ellos,
me calcé las botas que uso para la guerra
y firmé la paz.
No miraba a la mujer de rojo,
escalaba las cabezas y llegaba a mí,
para sonar a fado efímero…
como cuando lo imaginé buceando,
dentro.
Y seguía transmutándose entre las mesas del bar,
como un camaleón mimetizado con el desierto…
del color de las paredes.
Sacié la ira malgastándome,
caminando por la orilla de un mar que no tenía nombre
y estando más sin nadie que nunca…
Comí en las manos de un extraño
y le vi a él, con su mujer de labios rojos…mirándome.
A medida que su boca perfecta se acercaba
más me refugiaba,
y, ahora, sonaba a pop español y olía a rebeca mojada.
Se hacía tan enorme que creí reconocerlo,
pero él no lo hizo conmigo,
no era a mi a quien buscaba,
tenía a alguien detrás.
Y estando en la arena,
revolcada,
sentí que nadie me había comido así
(como me imaginaba que comía él
los labios rojos de la mujer de al lado)
y decidí volver…
regresar del lugar de nadie
y pedirle un baile,
al fin y al cabo a mi los camaleones me gustan
y sus ojos nublados,
creo…
merecerían la pena.